Dos Venezuelas: los polos del país

Hay veces que siento como un fuego en mi corazón. No es amor. No es candidez. Es rabia, molestia, humillación, y, a veces, también odio. Está dirigido a aquellos que piensan distinto, que tienen una visión política diferente. En muchas ocasiones me sorprendo de cuán hondo está el sentimiento, cuán profundo se halla en mí, incluso me avergüenza admitirlo. No lo controlo, o aún peor, no  parezco querer hacerlo. Y lo que es más, no está simplemente dirigido a los líderes del bando político al cual me opongo (no tiene mucho caso decir cuál es), sino a quienes casan con su pensamiento, a las personas de a pie, que por alguna razón u otra, concuerdan con sus políticas. Es terrible, porque no es solo una rivalidad política, un encontronazo de ideas como cualquier otro, sino una sensación de rencor y molestia, como enemigos en una batalla. De tal modo que incluso ha afectado mi vida personal, pues en mi familia no impera, cual bloque monolítico, una sola visión, sino que “conviven” varias de ellas. Mejor dicho, dos. Dos miradas a la realidad, dos bloques encontrados, ¿dos bandos en una guerra? Espero no llegue a eso.

Estoy seguro de que lo que estoy contando, si usted, lector, es venezolano, no le es ajeno. Probablemente conoce usted esa sensación de la que hablo. Quizás la alimentó con palabras llenas de odio, insultos o noticias mal intencionadas. No lo juzgo, yo también lo he hecho, desgraciadamente. Toda Venezuela lo ha hecho. Esa es nuestra crisis más grande. Más grave aún que la económica o la política, aunque probablemente espoleada por éstas.

Hay una palabra que describe muy bien nuestra situación actual, que la sintetiza: polarización. Esta palabra nos hace recordar a los polos de la Tierra. Éstos son fríos, casi sin vida y distantes entre sí. La blancura de la nieve que hay en ellos nos brinda una sensación de vacío, que nos sugiere, o una profunda paz y quietud, o desolación y soledad, como la que hay después de un gran y funesto acontecimiento. Los polos terrestres están diametralmente separados entre ellos. No hay forma que se toquen, ni de que lleguen a un punto en común. Son irreconciliables.

Hay quién califica lo que estamos pasando como un «paroxismo de la polarización». Un paroxismo es, según el DRAE, la «exaltación extrema de los afectos y pasiones». ¡Que expresión tan precisa, tan tajante, tan acertada! Pues si de algo somos testigos o victimas es de una exaltación extrema. Cabría decir que en estos momentos en Venezuela todo es extremo.

Sin embargo, muchos creen que en Venezuela no hay polarización, que lo aquí hay es una aplastante mayoría en contra de una reducida cúpula que se aferra desesperadamente al poder. Eso en parte es cierto, pero está alejado de la realidad. Primero, ¡por supuesto que hay polos!, ¿O es que acaso no vemos sostenidas peleas entre chavistas y opositores?, ¿Será que esa gente vive en un entorno tan reducido que no se encuentra con un chavista? Así sean en una proporción de 8 a 2, siguen siendo polos. Segundo, las mayorías son un juego peligroso, en política estas tienen un carácter inherentemente maleable, hace no mucho el chavismo era mayoría, hoy el cuento es otro. Esto nos lleva al tercer punto, que seas mayoría no te da carta blanca para aplastar a tu contrario. Vaya si los humanos hemos luchado por las minorías estas últimas décadas. De las minorías también aprendemos y sus opiniones son igual de válidas que las de nosotros. Recordemos que la democracia se alimenta de opiniones distintas, de no haberlas o de no ser escuchadas, a eso difícilmente se le puede llamar democracia.

El país entero ha caído en esta espiral autodestructiva que nos está dejando maltrechos, heridos. Así lo atestiguan tantas familias divididas, tantas amistades cercenadas por un discurso de odio y de separación. Es común que no queramos hablar de política, es el tema vedado en cualquier reunión amistosa que se precie de serlo. Pero es un tema tan actual y tan agudo que se convierte en el elefante en la habitación. Incómodo, gigante, pero aun así nadie quiere verlo.  Considero que hablar de política es necesario e incluso sano. De esta manera se ventilan las ideas entrando en contacto con otras mediante la dialéctica.

La dialéctica es confrontación, pugna, pero en el sentido que yo le estoy dando es una lucha intelectual. Sigamos a Hegel, filósofo que cultivo ésta disciplina en la edad moderna. En su filosofía el concebía que la dialéctica era la forma mediante la cual una tesis se contraponía con una antítesis y de su confrontación salía una resolución, la síntesis, que a su vez era una nueva tesis. Para él la historia trabaja de esta forma en un continuo devenir de ideas y de contraposiciones. Marx también hereda esta idea manifestando que la historia era una lucha de clases.

Y lucha tenemos. En todos los campos y terrenos. Nuestro mayor temor es que está lucha desemboque en un acontecimiento irrefrenable: una guerra civil. Esas que tanto tuvimos durante el siglo XIX y que dejaron al país hecho un trapo sanguinolento. La más cruenta fue la Guerra Larga, en la cual los bandos inspirados en una manía de aniquilación destruían todo a su paso, se perdieron 100.000 vidas en el conflicto y los daños materiales son incontables. La ganadería fue especialmente afectada: de 12 millones de cabezas en 1858, el rebaño quedó en 5.2 millones de cabezas. Cabe destacar que esta guerra no resolvió ninguno de los problemas que trataba de solventar, de hecho, los empeoró profundamente. Las guerras, por norma general, no resuelven nada.

Venezuela no es simplemente un pedazo de tierra donde un grupo de personas que nada tienen que ver entre sí, conviven incómodamente. Es mucho más que eso. Es el sitio que le cabida a los venezolanos. El gentilicio nos une, así como lo hace nuestra historia, nuestra cultura, nuestra sociología e incluso, nuestra genética. Estamos unidos por muchas cosas, y tan sólo separados por unas pocas. Es momento de dejar de ver las diferencias y concentrarnos en las similitudes. No hablo de una utopía irrealizable, y tampoco me refiero a una cursi sentencia de autoayuda. Hablo sobre uno de los principios más básicos de una civilización: la unidad.

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